¿Quién educa a quién? De Tokisha a Shuupamela. La degradación que ya normalizamos
Por Abril Peña
El escándalo de la semana
Un video viral desde una escuela pública ha sacudido la opinión pública. En él, un grupo de jóvenes entona lo que llaman música urbana, describiendo con un lenguaje soez actos sexuales —felaciones, “tortilleos” y encuentros en grupo—, como si se tratara de un simple recreo escolar. La indignación ha sido inmediata: ¿cómo es posible que semejante aberración se grabara dentro de un plantel educativo, con las autoridades mirando para otro lado? Sobran los llamados a sancionar a los responsables del centro, y con razón.
Pero quedarnos en esa indignación es insuficiente. El video es solo la punta de un iceberg que venimos ignorando durante años, lo que debe preocuparnos es la podredumbre detrás del show
Los urbanos suelen decir que “cantan lo que viven”. Y lo preocupante es que, a juzgar por los comentarios que inundan las redes sociales, no exageran: lo que vimos en ese video no es excepción, sino la regla.
Las escuelas públicas —y también muchas privadas— son hoy terreno fértil para la indisciplina, la violencia, el consumo de drogas y, en no pocos casos, la actividad sexual entre adolescentes, sin control ni supervisión. Para que se produzcan estos hechos se necesita algo más que “dos minutos de locura”: se necesita tiempo, espacio y un nivel de abandono institucional que ya se ha normalizado.
No es la primera vez. Recordemos que el fenómeno “Chúpamela” no es nuevo, antes fue Tokischa que generó un escándalo similar con desacato escolar usando uniformes escolares, luego nos escandalizamos con una exposición de arte porque presentaba un maniquí de una menor embarazada en uniforme como si el 19% de embarazadas menores de edad fuesen una invención, no hace nada un alcalde llevó a una escuela a una creadora de contenido llamada la profezorra, al final, nada cambió y pasará lo mismo ahora si no se tocan las raíces del problema.
Hagamos entonces las preguntas incómodas:
¿Quiénes deben rendir cuentas? ¿Las autoridades del plantel que permitieron semejante espectáculo? ¿Las direcciones de Espectáculos Públicos, que por décadas se han hecho las ciegas, sordas o mudas ante la degradación cultural?
¿Los ministros de Educación y Cultura, que han dejado que las aulas y las artes sean sustituidas por la vulgaridad sin políticas claras de contención?
¿Los padres, que han entregado la formación de sus hijos a las pantallas y la “moda urbana”?
¿El Estado, que sigue financiando con publicidad programas y espacios que promueven esta subcultura como si fuera inocua? ¿La sociedad en general que cada vez que hay un intento de control de contenidos se alza en dos patas gritando como papagallos :!Censura! !Censura! ? Los medios de comunicación que decimos que esto es un negocio y al consumidor hay que darle lo que quiere? ¿Las clases altas que por caer graciosas y estar a la moda andan haciendo tik toks y contratando a expositores y figuras de influencia del está subcultura?
¿Los medios tradicionales o no que debemos de ser rentables y que por ello, nos montamos en las olas que nos permiten vitalidad y con ellos rentabilidad? Después de todo esto es un negocio.
La verdad es que todos cargamos con responsabilidad. Porque este desastre no se formó en un día. Y tampoco desaparecerá en un día y ni siquiera, para colmo, es un fenómeno solo local.
Mientras los buenos libros escasean en los currículos escolares y en los hogares, mientras no hay un plan serio de fomento a la lectura, a la música y a los valores, la vulgaridad avanza sin obstáculos, convertida en aspiración social. Desde los barrios más pobres hasta los sectores de clase alta, todos consumen y reproducen estos contenidos en TikTok, en fiestas y hasta en campañas políticas. Ser vulgar está de moda, y hemos permitido que lo vulgar se confunda con lo auténtico.
La pregunta que no queremos hacernos
Sí, deben rodar cabezas por el escándalo y más que por este, por el irrespeto a un espacio público de formación y de ejemplo. Pero más importante aún: ¿qué vamos a hacer para cambiar el rumbo? ¿Hasta cuándo seguiremos limitándonos a escandalizarnos cada cierto tiempo, sin enfrentar la raíz de una crisis cultural y educativa que amenaza con devorarnos?
Si no respondemos ahora, dentro de poco ni siquiera habrá capacidad de indignarse. Y ese, sin duda, será el fracaso más grande.